¿No pasa nada?
Hace ya muchos años y a partir de mi experiencia como consultora familiar, fui invitada a colaborar en un grupo dedicado al apoyo a la crianza. A ese grupo asistían las madres junto a sus hijos pequeños. Durante uno de esos encuentros abordé el tema de la escucha y las emociones como ejes de toda relación sana y contenedora. En tanto seguíamos comentando el tema, un bebé de unos 7 u 8 meses que estaba jugando y desplegando sus incipientes destrezas motrices se golpea la cabeza y comienza a llorar a todo pulmón, le duele. Su mamá lo alza en brazos para ver cómo está, ella también está sufriendo porque su bebé sufre. Ella quiere consolarlo y le dice lo que todos hemos escuchado decir desde que nacimos: “Bueno, ya está todo bien, no pasa nada.”
Entonces le pregunto: “¿no pasó nada?” La mujer me mira fijo y frunce un poco el ceño; no llega a entender todavía de qué le estoy hablando. El bebé sigue llorando y ella sigue mirándome intrigada. De manera cómplice le pregunto lo siguiente: “¿Qué estará sintiendo tu hijo … ?” Allí se da cuenta de que es el momento de prestarle su voz al hijo. Entonces le dice tiernamente: “Te golpeaste la cabeza en el piso ¿te duele mucho?” En ese momento la magia de la empatía hace su efecto. El bebé suspende inmediatamente el llanto, respira con congoja, la mira con agradecimiento y apoya su cabecita en el hombro de su madre. Nunca más voy a olvidar ese momento.
Que ellos hablen
Unos años después de esta historia, me encontraba trabajando en una escuela. Por suerte me habían asignado un rol maravillosamente indeterminado. Eso me protegía –o liberaba– de quedar tomada por los estereotipos habituales de los roles de los adultos de las escuelas. A las pocas semanas de clase se acerca la maestra de primer grado. La veo llegar trayendo de la mano, uno a cada lado, a dos niños de 6 años. Los dos niños ya se encontraban en pleno ejercicio de sus habilidades verbales para inventar excusas, motivos y justificaciones. Que sí, que no, que vos hiciste, que no quise, pero que no fue tan así… Cuando ya estamos todos juntos me dice la maestra (nombres inventados): “José trató de bajarle los pantalones a Juan y Juan le pegó.”
Cuando observo la escena, un clásico de la vida en las escuelas, comienzo a decirme a mí misma: “Lía, no repitas; no repitas nada de lo que viste y oíste en tu experiencia de ser estudiante.” Y al mismo tiempo en que este debate interior sucedía, los dos chicos seguían tironeando de los brazos de la maestra. Ella no los soltaba, trataba de mantenerlos a un lado, como un intento material y simbólico de interrumpir el conflicto. Pero ellos querían decirse las cosas frente a frente. ¡Ajá! Ahí está el meollo de la cuestión y ha llegado la inspiración.
Recuerden, por favor, que los niños tienen solo 6 años.
Les pido a los dos niños que se paren frente a frente y le digo a Juan: “Decile a José cómo te sentiste”. Juan mira a José, y sin titubear un segundo le dice: Humillado. José recibe esa palabra y se conmueve. Le llega al centro de su ser, directa y sin rodeos, clara. Se nota porque se la abren los ojos y tira la cabeza y su cuerpo un poco para atrás. Entonces, bajando un poco la mirada le responde: “Perdón, no lo voy a hacer más.” Toda mi intervención duró un minuto, quizás menos.
La maestra me miró azorada, como diciendo “¿no vas a hacer nada más?” No, no hacía falta más, no hacían falta sermones ni amenazas. Uno de ellos pudo decir como se sentía, porque ese era todo su dolor, el dolor de la humillación. Su sentirse humillado era el centro de lo que le estaba pasando. Su compañero pudo ver a su amigo desde otro lugar y no pudo (ni lo intentó siquiera) esquivar el compromiso personal con la situación, se hizo responsable, y le dijo: “Perdón”. Y también se comprometió con la promesa que restauraba entre ellos la confianza y, con ello, la relación: “no lo voy a hacer más”.
Las emociones claman por ser escuchadas
La centralidad del vivir humano está en la habilidad para escuchar y sintonizar con nuestros sentimientos y los de los demás. De eso se tratan las historias anteriores.
Alguien podría preguntar si acaso no estamos todos hablando y escuchándonos todo el tiempo. Sin embargo, no es así. ¿De qué se trata esa escucha que hace que los niños y las niñas se sientan contenidos, confortados y poseedores de una mejor comprensión de lo que están viviendo y lo que necesitan? ¿Qué dificulta ese saber escuchar que humaniza las relaciones? Para una acotada respuesta elijo poner el eje en dos cuestiones estratégicas. Una de ellas es la burocracia parental, la otra, el olvido o la evitación de las emociones.
La burocracia
Nuestra experiencia cultural de ser hijos y alumnos está modelada por la modalidad burocrática que domina la convivencia en la familia y en la escuela, los dos espacios donde más tiempo pasan sus días los chicos. Controlamos, mandamos, organizamos, supervisamos y recomendamos casi todo el tiempo de sus vidas. Hacemos esto con el propósito de prevenir, evitar o solucionar problemas. Nuestra manera de vivir conspira demasiado para que esto suceda: horarios y compromisos que vienen de la mano de la escuela, el trabajo y las tareas hogareñas, las reuniones de la escuela, las visitas de rutina al doctor o el dentista, cortarles el pelo, las uñas … Ya sabemos, de nunca acabar. Entonces el día a día va teniendo este libreto: acostate, hacé los deberes, dejá de mirar tele que te hace mal, todo el día con los jueguitos no, ahora no puedo porque tengo que cocinar, se hace tarde y tenés que ir a dormir temprano, a lavarse los dientes, acordate de poner la carpeta de dibujo en la mochila, tengo que comprar el regalito para el cumple de la compañera de la nena y esta vez me encargo yo, ocúpate vos de la cena. Ya me cansé hasta de escribirlo.
Así es como la licuadora de la rutina cotidiana opaca casi por completo el espacio emocional del vivir. No queda tiempo para darnos cuenta de lo que sentimos.
La evitación
Sin embargo, como con el sol, aunque no las veamos las emociones siempre están presentes, empujando por salir, por encontrar la palabra que la expresa o esa persona que nos ayuda a conectar con ellas cuando estamos confundidos. Las emociones claman por ser escuchadas. Rafael Echeverría dice que “el escuchar valida el hablar … por lo tanto, el escuchar es lo que dirige todo el proceso de la comunicación”. Pero poner la oreja no es lo mismo que escuchar. Un escuchar que humaniza la vida y las relaciones es un escuchar que, por sobre todo, valida y da lugar a lo que las personas sienten.
En su libro La causa de los niños, la Dra. Françoise Doltó dice que «del niño se habla mucho pero a él no se le habla». Puesto en el contexto de todo su pensamiento, lo que ella quiere expresar es que no entablamos conversaciones significativas con los niños y las niñas, no damos lugar al proceso vital de humanizarnos en la palabra. Pues el lenguaje es lo propio de lo humano. Y en ese andar, por el contrario, nos deshumanizamos todos.
Habilitar las emociones requiere habilitar un conversar que nos permita hablar de ellas sin censura, sin temor a que el expresarlas nos deje expuestos a la crítica, con la seguridad de que no habrán de ser negadas, minimizadas o ridiculizadas.
Otro ejemplo
Entonces, un niño o una niña llega llorando de la escuela y dice: «estoy rabioso, un chico me pegó en el recreo«.
Entonces, el adulto puede optar por el modo burocrático. Presuroso, se dispone a a recolectar información mediante un concienzudo interrogatorio al tiempo que planea estrategias varias de intervención: “¿quién fue? y vos, ¿qué hiciste? porque vos también tenés lo tuyo… ¿le dijiste a la maestra? mañana voy a hablar a la escuela”. El niño o la niña miran azorados, responden preguntas y hasta piden por favor “no vayas a hablar a la escuela, que después es peor”. ¿Quién se ocupó de lo que sentía ese niño o esa niña? Nadie. El niño o la niña se quedan con la rabia original pendiente, con el sentimiento de soledad que resulta de la experiencia de no ser escuchados y la convicción de que nadie entiende lo que les pasa.
La otra cosa que el adulto podría hacer es optar por el no pasa nada o el no es para tanto: “ya está, no es tan grave, en la escuela todo el tiempo pasan esas cosas, seguro que mañana ya te olvidaste”. Qué hacen ese niño o esa niña con la rabia que están sintiendo, la retienen. Quizás se transforme en dolor de garganta a la mañana siguiente. Con el tiempo y la repetición de estas experiencias, también habrán aprendido a dejar de prestar oído a sus propias emociones, a dudar de ellas. Con el tiempo entonces, el desarrollo de su inteligencia emocional habrá de quedar seriamente retrasado o casi irremediablemente dañado.
El camino corto, directo y saludable es escuchar la emoción y demostrarlo diciendo: ¿Estás rabioso? ¿Estás rabiosa? Y entonces el niño o la niña responden: «Sí, muy rabioso, muy rabiosa. Ese chico me caía bien, estoy triste también.» Y la mamá o el papá dicen: «Te entiendo… » Y el niño o la niña cambia de tema y pregunta por la merienda, porque ahora que ha sido escuchado y ha podido hablar de lo que siente se da cuenta de que tiene hambre. Encontrar la solución es secundario, porque es segundo, viene después y hasta lo hace por su cuenta. Lo primero es ser bien escuchado.
La escucha de las emociones y sus beneficios
- Acrecienta la autoestima: desarrolla en los niños y las niñas el sentimiento de ser aceptados y queridos (no existe uno sin el otro).
- Fortalece emocionalmente.
- Favorece el desarrollo de la inteligencia emocional.
- Allana el camino para que los niños y las niñas puedan encontrar por sí mismos la solución a sus propios problemas.
- Produce una mejora de las relaciones interpersonales, en la familia y fuera de ella.
Si te ha parecido interesante comparte y siempre son bienvenidos tus comentarios.
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Comparto Lia con la necesidad de empatizar, de comprender en malestar del otro, Se comprende con todo el cuerpo, de la comprensión intelectual al resonar emocional. Muy claro e interesante tu relato, solo debemos emprender esta ejercitacion,, gracias por compartir, abrazo inmenso
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Gracias por el feedback, Ruth! Es así, practicar, usar y así ver las ventajas e ir instalando el nuevo patrón. Otro abrazo!
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