La crianza más allá de los 2 años

A lo largo de los años de ejercicio profesional, sigo viendo con preocupación como todo lo que se hace con empeño y amor durante la primera infancia se deshace, a veces dramáticamente, después de esa etapa.

La tarea de crianza no se termina a los 2 años

Sin ninguna duda, la etapa de crianza en la primera infancia es crucial. Todos los cambios por los que las mujeres (más especialmente) venimos trabajando con el objeto de transformar nuestra propia experiencia de ser madres y a favor de un modo de criar más humanizado, representan una batalla que está siendo bien ganada a lo largo de los últimos 25 años en Argentina.

Hasta los 2 años de edad, el niño y la niña, progresivamente, se habrán hecho expertos en su hablar y en el emocionar y actuar de su cultura. Desde la incondicionalidad del apego habrán comenzado a construir su confianza en sí mismos y en el mundo que los rodea. A partir de esa edad estarán entrando más de lleno en la producción de su propio vivir, ganando autonomía y despegándose, cada vez más, de la experiencia de ser el centro del universo. Deberán dejar de pensar que todo gira alrededor de ellos y aprender que los demás también existen y que son tan importantes como ellos.

La familia más su entorno

A partir de los 2 años, a veces un poco más adelante quizás, la familia en su conjunto y los más chiquitos en particular, comienza a participar más intensamente en otros ámbitos de la sociedad: la escuela, el club, los cumpleaños de sus compañeros escolares y, con ello, el encuentro con experiencias novedosas: el trato con los profesores, con los padres de otros niños y niñas de la escuela y con otros niños que no son de la familia o del entorno de amistad más cercano.

En ese momento, todos los integrantes de la familia comienzan a verse atravesados – en general, sin darse cuenta – por las demandas propias de esos nuevos contextos de convivencia. En mi experiencia, la demanda más intensa y desestabilizadora del status quo familiar y la más difícil de resolver es la que proviene de la escuela.

Con la entrada de los hijos a la escuela, el campo de lo que el niño y la niña deben ser y lo que se espera de ellos se multiplica. A modo de ejemplo, la escuela reclama que el hijo «no hace las tareas» y el padre y la madre (y la familia entera a veces) tienen que «lograr que el niño haga las tareas». «Su niño no participa en clase», entonces hay que salir corriendo a encontrar la manera de que ese niño «participe», porque es lo que espera la escuela. El nene de la vecina ya sabe multiplicar por dos cifras, entonces mi hijo tendría que saberlo porque tiene la misma edad. Uff! Me agota el mismo hecho de escribirlo.

Hace poco, durante una consulta, me surgió la metáfora que mejor ejemplifica la situación. Tomé un libro de cuentos que tenía a mano y lo puse entre quien me consultaba y yo misma, motivo por el cual ya no nos veíamos. Entonces le dije: «Esta es la libreta de calificaciones, el cuaderno de clase, o el de comunicaciones de tu hijo. Ahora estás viendo a tu hijo ‘fliltrado’ por el cristal de lo que allí esta escrito. Tu hijo ha quedado teñido por lo que dicen los maestros y/o sus calificaciones».

Exagerando un poco en aras de la claridad, podría decir que los chicos van dejando de ser los que hacen las mejores gracias en los cumpleaños familiares o los hábiles deportistas del club para pasar a ser el nene o la nena que se portan mal en la escuela o que se sacan todo 10 y nunca se equivocan. El padre y la madre retan o exigen más, reconocen menos y tienen menos tiempo para jugar y pasear, porque el rendimiento escolar y los ‘deber ser’ que les impone la cultura se les impone a ellos mismos como padres y madres y ha tomado el control de lo que se hace.

Nuestro pasado nos condiciona

Esta presión por la búsqueda de resultados y la manía de la comparación, para tomar un ejemplo, deja a toda la familia atrapada. Así es como terminamos replicando los escenarios de infancia que tanto se quisieron evitar. Este contexto hace que entren en escena las mismas maneras de pensar y los mimos comportamientos que tan magros servicios prestaron a nuestros padres. Y el círculo vicioso nunca ser rompe y los padres y las madres que quieren ‘otra cosa’ comienzan a sentirse cada vez más desesperados, en conflicto, impotentes e infelices.

Seamos justos también, porque no se trata sólo de la escuela. Los hijos, el papá y la mamá, se encuentran también mirados y evaluados (y ellos también lo hacen con otros) por otros adultos que habitan por fuera del núcleo familiar primario, como los abuelos, los tíos o los amigos de la mamá y el papá. De modos más directos o encubiertos, estas personas tienen su propio modo de ver la vida y sus presupuestos respecto de como debieran hacerse las cosas. La cultura que nos rodea pesa y hace falta claridad intelectual para abordar las diferencias.

Después de los 2 años, el enfoque del apego no alcanza

Más allá de los 2 años, cuando comienza a hacerse evidente cuánto importa el que los niños y las niñas ganen en empatía, autonomía y responsabilidad personal, las teorías del apego no alcanzan. En esos momentos es cuando aparecen las propias críticas y las de otras personas expresadas en comentarios del tipo: «esa criatura está siendo demasiado mimada, ya está grande y necesita más límites».

Ahí es cuando todo comienza a tambalear, porque eso significaría ir para atrás, buscar herramientas en la única caja de la que disponemos, la de nuestra infancia; no es lo que queremos pero es la única. No queremos repetir aquellas cosas que de jóvenes juramos nunca decirles a nuestros hijos, pero no hay retorno. De pronto, como si se tratase de algún tipo de piloto automático, nos escuchamos y nos vemos diciendo y haciendo exactamente lo mismo que hacían con nosotros.

Otro convivir es posible

En este contexto, mi tarea de orientador familiar es mostrar que otro convivir es posible, lo que equivale a decir que hay que pensar, sentir y  hacer las cosas de otra manera. Sin embargo, ello requiere una reestructuración importante del universo mental que habitamos y compartimos. Sin ser conscientes de ello, todos tenemos algún tipo de teoría acerca de la crianza en la cabeza y los presupuestos y recursos que la acompañan están operando permanentemente al interior y en el entorno de cada familia.

Las nuevas propuestas de una crianza respetuosa están muy elaboradas cuando de la primera infancia se trata. Pero tienen patas muy cortas, ideológicas y conceptuales, cuando de la infancia más crecida se trata.

El cambio en este nivel implica redefinir la manera de pensar el convivir y de lo que ser familia significa en estos tiempos, requiere entender, por ejemplo, que no se trata de que los hijos nos controlen o de que nosotros los controlemos a ellos. Esta es la misma receta sólo que con la inversión del uso del poder.

Debemos dejar de hablar de la familia bajo las mismas premisas que se usan en los entornos de producción. La familia no es una fábrica. Suena obvio cuando lo digo y todos los que lo escuchar, en principio, se muestran de acuerdo con esto. Pero puestos a charlar, en el momento de hilar fino en la consulta, las personas se dan cuenta de que se suele pensar y actuar como el mejor de los burócratas.

La disfuncionalidad de las relaciones familiares está enccriptada (presente aunque no reconocida) en los patrones de comunicación. Nuestra comunicación habitual está configurada de maneras muy violentas y autocráticas. Pero no lo vemos. Aprendimos a no verlo porque ha quedado absolutamente naturalizado como consecuencia de nuestra propia crianza. Develar esta condición es el trabajo que hay que hacer después de la primera infancia. Si es posible antes de que todo se enrede cada vez más y le terminemos echando la culpa a la la adolescencia no es un virus incurable, como si esta etapa fuera un virus irremediable.

Sin humildad no se puede aprender

Nunca es fácil mover la gran estantería de nuestra historia personal junto con las creencias y supuestos que las acompañan. Siempre honro a los que se animan a hacerlo; hay que deponer el orgullo y la voluntad de poder y asumir una actitud humilde.

La crianza después de los dos años, en mi experiencia, es la segunda gran batalla que debemos dar en el ámbito de la familia si es que realmente deseamos un cambio radical y a largo plazo para nuestra humanidad. Seres nuevos y una sociedad más compasiva requieren un convivir diferente en la familia.

¿Qué opinas tú en este sentido? ¿Cuál es tu experiencia?

 

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Autor: Lia Goren

Interesada en el enfoque de las relaciones humanas desde la perspectiva de redes y la complejidad, el pensamiento sistémico, la ecoalfabetización y la biología cultural. Terapeuta y consultor familiar y educativo abocada a la temática de la convivencialidad y la sostenibilidad. Capacita en el Enfoque EcoMind, una síntesis de su trayectoria y las ideas y prácticas que favorecen la vida en comunidad.

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